EL HOMBRE PERFECTO
Ya no recuerda la imagen de sí misma,
cuando era una joven desafiando al tiempo,
e imagina, en ocasiones, que era la misma que es hoy,
a sabiendas del error.
Las ensoñaciones sólo traen mentiras, argumenta,
por eso no juega a la lotería, se prohíbe creer una película,
se ha impedido soñar, ya no quiere leer más,
se esfuerza por evitar el error.
Ve las arrugas en su tez, las canas sin misterio,
las carnes blandas, las amistades perdidas,
los espejos apenas devuelven su reflejo y, en ocasiones,
siente no cometer más errores.
No lo hace porque los errores son de juventud,
y ella, en el otoño de la existencia,
se dice que le basta con la melancolía,
con el error de la naturaleza de no ser ya joven.
A veces los sueños se cuelan por entre las rendijas de lo verosímil,
y sueña una y otra vez con ese hombre escondido
en el decoro de tantos errores, de tantos horrores
del día a día, en una vida en la que las horas solo son otoño.
Al despertar escudriña sábanas, armarios, cajones
para cerciorarse de que la soledad otoñal sigue ahí;
otrora tan deseada como ahora odiada e inexorable,
pero algo en ese sueño la ayuda a levantarse y a seguir.
Como todos los años por noviembre,
tras visitar a sus abundantes muertos,
se dirige al bosque húmedo, frío y solitario
que muestra sin paliativos lo abultado de sus errores.
Sin quererlo, el silencio de las hojas caídas,
dispara los deseos ocultos, escondidos, humillados,
los pensamientos reprimidos y las ficciones
más delirantes obsesivas y queridas se hacen más patentes.
Camina por el bosque para sentir la sangre bombeando,
el sudor dibujar perlas de belleza inopinada,
el dolor de las articulaciones otoñales inconscientes,
todavía, del error, haciendo su cometido, fieles a su esencia.
Camina y aspira la fragancia de los árboles adormilados,
camina y siente el fragor de la batalla en su interior,
camina al lado de sus días, sus ilusiones perdidas,
camina para sentirse ella misma, otra vez más.
En el momento preciso se sienta en su piedra,
siempre el mismo y bello paraje año tras año,
y suena misteriosa y silente la música otoñal del bosque,
y entonces, por fin, el tan ansiado milagro se obra.
El hombre de sus sueños desciende por el sendero inextricable,
la saluda educadamente, mientras ella enmudece y palidece;
y el hombre se sienta en una piedra cercana
y se miran fijamente con el rumor del riachuelo en sus corazones.
Lo más profundo de su ser no entiende la claridad de lo inverosímil,
los sueños jamás deben cumplirse, «sueños son»,
y ha imaginado la escena tantas veces que no cabe en sí de gozo,
de risa, de alegría, de vida, de felicidad; no puede ser un error.
El tiempo se detiene en el bosque, y no sabe si seguir
el esquema mil veces trazado mentalmente, si será capaz,
porque en ese instante no sabe quién es, no sabe cómo actuar y,
tras un momento de lucidez, decide no hacer absolutamente nada.
Los errores son el desatino a la hora de actuar,
pero siempre ha imaginado que hay una épica en el fracaso
de no intentar hacer nada, de no anhelar nada, de no soñar nada,
y, mientras el hombre se aleja, lo ha entendido.
Horas después, tras abandonar con dolor lacrimoso el bosque,
repasa todo lo acontecido y comprueba sentimentalmente
que el hombre perfecto de sus sueños, en efecto, existía,
y no puede sentirse más feliz.